A mis 22 años nunca había tenido perro, es más, les tenía miedo y cuando me encontraba con alguno suelto me pasaba a la otra acera o daba la vuelta. Nos fuimos a vivir a una casa que estaba bastante sola y con finca así que ! había que tener un perro! pero…¿les teníamos miedo?!!!!!. Decidimos buscar asesoramiento (no existía en aquel momento #lobosdenaraio ) y acudimos a un criador que nos recomendó y vendió a una pastora alemana “tipo alfombra” (= súper pacífica, no ladraba, no se inmutaba por nada y dormía como un lirón) : nuestra Xía.
Xía fue fantástica durante sus 14 años de vida: una perra sin miedos, equilibrada, cariñosa con personas y (algo menos) con perros y con una facilidad para el aprendizaje innata. Salíamos a pasear todos los días, era una apasionada de los viajes en coche, jugábamos a la pelota (que había que tener dos para que te devolviese una ) y le encantaba dormir en el sofá o en la alfombra.
Era una perra muy sociable… Un día timbraron a la puerta de casa ( no a la de la finca) y yo, que estaba en la ducha salí con apenas la toalla pensando que alguna de mis hermanas se había olvidado algo, pero ¡oh sorpresa! me encuentro a tres personas que no conocía (eran testigos de Jehová) con ganas de charla y a mi perra sentada a su lado. Pregunta estúpida que les hago “¿cómo han entrado? con respuesta obvia “por la puerta”, “pero ¿no vieron que había perro?” “sí, pero los animales saben que les queremos y que no les vamos a hacer daño, así que nos dejó entrar”….Y envuelta en una toalla y con cara de tonta les digo ” ahhhh vale, pues gracias por la visita, pero comprobarán que estaba ocupada. Xía me hará el favor de acompañarles a la salida”. Yo estaba convencida de que con esta despedida recuperaba algo de dignidad pero, si fuese posible, juraría que mi perra se echó unas risas…