La presencia de perros en entornos poblados implica un problema de convivencia entre aficionados y detractores. Los últimos encuentran su caballo de batalla en la falta de higiene, las molestias para los usurarios de los espacios públicos e incluso del potencial peligro de las mascotas.
Sería una ingenuidad negar que sus argumentos son fundados. En una sociedad caracterizada por una cultura cívica muy pobre y un desprecio manifiesto hacia lo público, la presencia de heces en las aceras se ha convertido en parte del paisaje urbano, como el descaro con el que los propietarios dejan que sus perros orinen en las fachadas de los edificios. A menudo las mascotas se acercan e interfieren en la rutina de paseantes y usuarios de parques sin que estos deseen establecer ningún contacto con nuestros animales, máxime cuando hay niños de por medio.
Muchas administraciones locales han respondido a esta situación desde posiciones de confinamiento, basadas en la limitación absoluta de la presencia del perro en espacios públicos, la imposibilidad de soltarlos, e incluso de pisar zonas verdes con ellos, obligando a realizar sus necesidades en las aceras (decisión esta que debería ser analizada por Iker Jiménez).
Esta estrategia parte de un diagnóstico equivocado y limitado. Equivocado porque las administraciones locales no disponen de medios para hacer efectivo un enfoque represivo cuando el escenario puede ser cualquier lugar de la ciudad. Limitado porque obvia la naturaleza del perro como animal doméstico y de compañía que forma parte de la sociedad (guste o no). Y obvia también función social a nivel individual y colectivo del perro. En cuanto al individual, la vinculación entre la tenencia de una mascota y el bienestar personal es la base del recurso al perro como herramienta de terapia. Por lo que respecta al nivel colectivo, la existencia de perros conlleva un mayor tráfico peatonal, y una mayor presencia en espacios públicos, lo que repercute en el dinamismo de una ciudad, su nivel de consumo y su seguridad. Que Inditex permita la entrada de perros en sus tiendas no es una decisión arbitraria.
La solución a esta coexistencia inevitable debe abarcar también otros frentes.
Principalmente la existencia de espacios de esparcimiento, no para perros, sino en los que se permita la presencia de perros sueltos. No se trata de acotar zonas de 200 metros cuadrados y darle el nombre de “parque de perros” que no van a ser usadas, porque su reducido tamaño y su escaso atractivo la convierten en una suerte de patio carcelario dónde los perros no pueden elegir su distancia crítica de seguridad y confort. Debería permitirse su acceso a algunas partes de las zonas verdes de uso general. La existencia de espacios atractivos para los propietarios evitaría el recurso a otros lugares menos apropiados.
Ciertamente una medida limitada a la existencia de una planificación urbanística que expande sus “zonas verdes” a fuerza de construir grandes maceteros urbanos ornamentales, de pisada prohibida y no verdaderos parques para uso y disfrute de sus ciudadanos, vayan o no con perros.
También es necesario el fomento de una educación cívica en todos los ámbitos. Por desgracia parece que en nuestra sociedad el respeto a lo público sólo se construye desde la amenaza punitiva. Pero incluso esta será más efectiva habiendo espacios para el esparcimiento canino.
Elevemos pues nuestras propuestas a la agenda de los poderes locales, y recordemos que para exigir derechos, tenemos que cumplir con nuestras obligaciones. Si queremos medidas como las de los países del norte, quizás debamos tomar ejemplo de su comportamiento ciudadano.
Y no nos olvidemos de un dato muy relevante. Los propietarios de perros somos también votantes en laselecciones municipales. Y somos muchos.