A menudo la gente no es lo que parece. Y algunos, aunque lo parecen, no lo son. La ritualización de comportamientos, que en los perros tiene un papel comunicativo, no equivale a la etiqueta humana, mera cortina que oculta la gran indiferencia que nos profesamos y lo lejos que estamos. Por eso las buenas maneras, que son siempre de agradecer, no me hacen sentir en casa cuando estoy fuera.
En Eslovaquia la hosquedad en el trato con el cliente es norma, así que cuando nos sentamos en la teraza de un restaurante de Bratislava, no me sorprendió el parco asentimiento de cabeza por parte del camarero en respuesta a nuestro saludo. Su gesto no era agradable. Pensé que quizás se debiera a lo intempestivo de la hora según la costumbre local. Pero no me pareció justo que me hiciera sentir culpable por acudir a un local orientado al turista y a sus vacacionales usos, y que por tanto abría hasta más tarde de lo que al hombre convenía.
Dejó las cartas en la mesa con desgana, contestó con un lacónico “net” a nuestra solicitud de unas versiones en inglés, y siguió sin mirarnos mientras pediamos al azar dos platos de precio intermedio y dos cervezas como las que sólo allí se fabrican.
Y al traer estas últimas, reparó en Abeytu tumbada bajo la mesa, con sus dos patas delanteras cruzadas y su hocico apuntando directamente a la cara del camarero con una mirada tranquila. La miró durante un segundo sin decir nada, dió media vuelta y se marchó con un paso más rápido del empleado para servirnos.
Me tensioné ante la expectativa, una vez más, de tener que enfrentarme a una actitud hostil por estar disfrutando de la compañia de mi perra. El pulso se me aceleró y mentalmente ensayé el argumentario, el tono y la actitud con la que haría frente a una amonestación injustificada. Detesto las situaciones en la que la mera presencia de mi perra, a pesar de guardar un comportamiento correcto, es objeto de incordio y motivo de mirada ofendida o de impertinencia. No le puedo pedir a todo el mundo que aprecie a los perros, pero sí creo poder exigir el bienestar del anonimato cuando a nadie molestamos ni norma alguna infringimos.
El camarero volvió, se agachó y dejó en suelo, junto a Abeytu, un cuenco con agua.
Y yo me sentí un poco menos extranjero.
Un buen tipo el camarero aquel.