Samuel no era bueno en ningún deporte. Tampoco se tenía por listo, porque sus notas eran mediocres y porque sus profesores apenas le prestaban atención. En los recreos, era el último en ser elegido por los cabecillas de los equipos de fútbol, incluso por detrás de las dos niñas de su clase que preferían los deportes a la comba. Y siempre lo ponían de portero, porque suplía con su gran tamaño su falta de destreza.
No conocía la camaradería propia de la alegría conjunta, porque su ubicación en los partidos lo mantenía alejado de las celebraciones de los goles en la meta ajena, y siempre recibía aspavientos e improperios cuando se producían en la propia. Cuando un balonazo le rompió las gafas, sólo escuchó las risas de los demás jugadores, tanto de su equipo como del contrario.
A veces 3 niños iban a su casa, y pasaban largos ratos disfrutando de su consola. Pero después de aburrir sus últimos juegos dejaban de acudir, para volver sólo cuando actualizaba sus existencias con las últimas novedades de la X-Box. En cambio a él no le invitaban a otras casas, ni tampoco a los partidos que se jugaban en la plaza al terminar las clases. Los únicos cumpleaños a los que iba eran aquellos a los que se invitaba a la totalidad de la clase, en la que, al igual que en el colegio, pasaba desapercibido, tanto por desinterés ajeno, como por conveniencia propia, puesto que había descubierto que no pudiendo ser popular, era mejor ser invisible.
Pero Samuel tenía un secreto que le templaba el ánimo. Sin saber muy bien por qué, había llegado a la conclusión de que no debía compartirlo, y que descubrirlo haría que dejase de ser, por unos preciosos momentos, alguien especial. Aquel día estaba especialmente contento, porque el bocadillo que su abuela le había preparado para llevar al colegio era de mortadela. Como a él no le gustaba reservó la mayor parte, envolviéndolo de nuevo en el papel de aluminio y metiendo el manjar en el bolsillo de su cazadora.
Al salir de clase, se desvió como cada día del camino que le llevaría directamente a casa. Y al pasar por delante de la casa azul se dirigió al único punto en el que el cierre no estaba acompañado del tupido arbusto. Como cada día a esa hora, Sultán aguardaba medio dormido. Al ver a su amigo se levantó y movió el rabo. Samuel sacó entonces el resto de su almuerzo y se lo dio, en varios trozos, disfrutando si cabe más que su compañero. Después introdujo la mano entre el enrejado y le acarició el cuello, la cabeza y las orejas, mientras Sultán se quedaba quieto, ronroneaba y pegaba la cabeza a la verja. Tras unos minutos se despidió hasta el día siguiente y siguió su camino, feliz porque al día siguiente volvería sentirse querido por su mejor amigo.
Publicado por primera vez en la Revista Pelo, Pico, Pata