Superdog respondía en sus horas ociosas al nombre de Belfos, debido a sendos tapetes que le caían desde la boca, y que ocultaban su verdadera condición bajo la apariencia de un perro perezoso y poco dado a la acción. De mirada extravagante, observaba el mundo a su alrededor con el distanciamiento propio del descreído.
Había aprendido que la mejor forma de disfrutar del placer del ocio era mostrarse poco reactivo, y declinaba con bostezos y miradas a Murcia las invitaciones al jolgorio de los cachorros humanos de la casa. Su ocupación favorita era la de tumbarse panza arriba, arrimado a una pared calentada por el sol, dejando caer hacia un lado su cabeza orejuda. Podía pasarse horas así, y cuando le entraba el hambre o la sed, valoraba todavía durante un buen rato los pros y los contras de abandonar tan placentera postura. Finalmente solía romper su descanso para, tranquilamente, dirigirse a la cocina donde siempre había algo que picotear. Con la barriga llena, volvía a su santuario y a su postura, más agradable ahora, al venir siempre la digestión acompañada de cierta modorra amiga.
Habida cuenta de sus limitaciones como mascota activa, los dueños decidieron hacerse con otro cachorro que respondiera con más diligencia a las expectativas de los niños, puesto que para Superdog, ser perro de compañía consistía en eso: hacer compañía. Todo lo demás eran extras.
Así llegó Budy, un golden retriever con la lengua siempre fuera y con tendencia a las cabriolas, el cobro, las carreras y los constantes lamidos de los majestuosos labios de Superdog, que soportaba a las malas los excesos del recién llegado. Sus gruñidos sólo servían para que el cachorro se mostrara más sumiso e implorara su atención, así que retomó su estrategia de hacerse el dormido, aunque ahora la duermevela era más difícil de alcanzar, y se veía constantemente interrumpida por las embestidas apasionadas del recién llegado.
Para colmo los entremeses ocasionales en la cocina empezaron a escasear, porque Budy, adicto a la ingesta de alimentos, cuerdas, tierra y demás existencias, había provocado un cambio en el sistema de barra libre con el que tan conforme había estado siempre Superdog.
Los dueños se lamentaban de la falta de atenciones de la mascota veterana para con la nueva, y veían confirmadas sus sospechas de que Belfos era un perro hosco y malhumorado, y reían en cambio las constantes trastadas de Budy.
Un día que no había gente en casa, Pánfilo (que así hubiese llamado Superdog al nuevo, de haber podido hablar), se coló entre el vallado que rodeaba la piscina, y haciendo gala de su particular temple, cayó al agua llevado por su innecesaria curiosidad. Los chapoteos, la adrenalina y el pánico fueron percibidos por los supersentidos de Superdog, que abandonó al momento su querido letargo y corrió a la piscina. Su rechoncho cuerpo no le permitió atravesar el cierre, así que Superdog tuvo que hacer uso de sus poderes, y tras alejarse 5 metros, regresó a la carrera y en un único salto sorteó la valla y aterrizó en el agua. Agarro a Pánfilo por el cuello, lo sacó del agua y saltó con él de nuevo el cierre. Lo depositó en el suelo, se sacudió, y volvió a su pared calentita y a su identidad secreta.
–Qué cansado es esto de ser un superhéroe– pensó, ya con los ojos entrecerrados.
Publicado por primera vez en la Revista Pelo, Pico, Pata