Mi perro Hoffer no cuenta en su haber con ninguna característica especialmente destacable. Dentro de poco, cuando ya no esté, no podré contar anécdotas de su gran inteligencia, ni de su tremenda agilidad, ni de su perfecta morfología.
Llegó como un regalo para mi padre. A los tres meses probó la procesionaria, y la necrosia producida en su boca hizo hizo necesaria la amputación de un trozo de su lengua. Desde entonces maneja la boca con escasa pericia, y darle un premio implica poner en riesgo un trozo de dedo que no acierta a distinguir demasiado bien.
Torpe también de movimientos, no tardé en comprobar su escasa agilidad en sus varias caídas al río. En una ocasión me tiré vestido y con los bolsillos llenos para sacarlo de un profundo meandro. Mis sobrinos me preguntaron si hubiese actuado tan rápido de haber sido ellos.
Recuerdo su barriga de cachorro, sin pelo y llena de ronchas por meterse dónde no debía la primera vez que lo llevé de acampada a la montaña. Y recuerdo como aquella vez, en Piornedo, escapó asustado de Satán, un enorme perro que se encargó de enseñarle que no todos tenemos porque ser amigos. Un año más tarde nos lo volvimos a encontrar, y estúpidamente no puedo evitar recordar con orgullo como esta vez fué Satán el que tomó las de Villadiego.
Las primeras sesiones en las que pusé en práctica lo que había aprendido de adiestramiento me demostraron que no todos los pastores alemanes son tan listos como dicen. Su más joven compañera Pelocha tardaba la mitad de tiempo en aprender lo mismo que él.
Su imponente presencia duró muy poco tiempo. Cuando tenía dos años ya mostraba una extraña curvatura en la espalda, síntoma de una profunda displasia que lo ha convertido a los 8 años en un prematuro anciano. Ya no puede disfrutar de paseos y juegos, y ha de conformarse con tomar el sol y recibir alguna caricia.
Los túmores e infecciones de su piel han convertido su manto negro y fuego en un pelo seco y lacio, constantemente sucio por su obligado sedentarismo y por su incontinencia.
Pero Hofer es especial. Porque es dócil, pacífico y tranquilo. Porque acompañó a mi padre en sus últimos paseos. Porque fue un perro de terapia en los ejercicios que requerían de mayor paciencia y docilidad con la gente. Y sobre todo porque, en nuestros largos paseos de antaño, cuando me sentaba mirando al horizonte, él hacía lo mismo detrás de mí, apoyaba su pecho contra mi espalda y su cabeza sobre mi hombro, suspiraba y compartía conmigo la belleza del paisaje y los anhelos de más momentos como aquellos.
(Escrito en 2013)