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Ese cliente que no me interesa

Ese cliente que no me interesa...Se le reconoce por un desparjajo forzado, por una pose segura y confiada, media sonrisa que destila autobombo, maneras de cowboy de película de serie B. Probablemente le gustaría llevar sombrero tejano, pero se conforma con alguna seña estética propia de una identidad construida a fuerza de tópicos.

Entra dando órdenes a un perro resignado a la estupidez y aires de macho alfa de su dueño.

Suele hacer gala de un diestro chasqueo de dedos, levantamiento de índice y piernas separadas cada vez que ordena una acción innecesaria y fuera de lugar. Un tipo duro, vamos.

Ante las preguntas de rigor sobre la descripción del problema o de sus objetivos, comienza explicando, no ya las consecuencias de una situación indeseada, sino las causas de la imaginaria subversión de su perro.

Se explaya hablando sobre la tendencia de su perro a convertirse en jefe, y su incapacidad patológica para asumir la condición de miembro sumiso y servil que le corresponde.

Convierte el miedo en actuación sibilina y manipuladora del perro, la agresividad en tendencia dominante, la frustración en zona roja.

Presume de su amplia experiencia, de los logros conseguidos con sus perros anteriores y de su naturaleza viril que le lleva a coger el toro por los cuernos, a no dejarse vencer por la tendencia subversiva que le presupone a todo perro.

Es un domador, portador de la férrea voluntad y determinación que convierte al hombre en el macho alfa de una manada cuya inexistencia ignora.

Está encantado de conocerse, de saber que tiene que comer primero, de pasar antes por las puertas, de haber sometido a su perro a rutinas de dominancia para ponerlo en el sitio que le corresponde, dando lugar a la actitud ante la que ahora se sorprende.

Habla mucho, contesta a las preguntas con discursos aprendidos de un libro o un programa desfasado.

Suele ser un poquito gilipollas. Pero de los gilipollas que cargan, no de los que sólo dan pena.

Limitaciones comerciales, legales, cívicas , morales y físicas me impiden mandarlo a casa caldeado por las collejas que tanto le gustan en pescuezo ajeno.

¡Qué buen alumno si hubiera mal profesor! Uno que le diera palmaditas ante su gallarda pose para con un perro desquiciado ante un lenguaje confuso, aversivo y vacío. Uno un poco más macho, independientemente de su sexo.

Se me pasa fugazmente por la cabeza recomendarle uno de esos (los machos y machas), de los que mezclan churras con merinas, de los afectos al régimen cinológico preconstitucional, los adalides que nos salvan del contubernio canino. Desecho la idea por inútiles escrúpulos.

Como cualquiera, tiene derecho a recibir ayuda de un profesional, y hasta cierto punto es loable que la busque. Pero preveo una relación abocada al fracaso. Porque su discurso parece más encaminado a lucir su propia ignorancia (sobre todo si viene acompañado de su churri), que a recibir las respuestas que se supone vendría a buscar. Porque no busca respuestas, sólo confirmación. Porque ya trae su diagnóstico y no es negociable. Porque hablamos idiomas diferentes.

Intento disimular mis nervios y comienzo mi exposición, que necesariamente choca con sus dogmas. Aunque la relación que él mismo ha iniciado me convierte en consultor y a él en consultante, intuyo la ofensa percibida. El descrédito alentado por la pereza intelectual y la comodidad de la ignorancia. El miedo a bajarse de un trono que nadie excepto él ve; a analizar y comprender en vez de ordenar.

Nos despedimos amablemente.

Por suerte no lo vuelvo a ver.