Dicen que los comienzos son difíciles. En mi caso además suelen ser inseguros y dubitativos. Así que intento planificar y poner todos los medios posibles antes de abordar la tarea, con la vana esperanza de llegar a ella con una seguridad que sólo consigo adquirir con la experiencia.
Antonio, uno de mis maestros, me proporcionó lo que podría haber sido mi primer caso de trabajo a domicilio. Se trataba de un alaskan malamute que tenía desesperados a sus dueños, por su brío en tirar de la correa y por su gran iniciativa a la hora de tomar decisiones sin que mediara ningún tipo de acuerdo previo entre las partes.
Me presenté en casa de la joven pareja con todo un arsenal. Llevaba en mi mochila un ronzal, un arnés de pecho, una riñonera para premios, un par de pelotas, un par de mordedores, una correa corta, una larga y un paquete de salchichas previamente troceadas. Pero lo mejor de todo, lo que iba a hacer de mí otro tipo de educador canino, era el cuestionario de evaluación inicial que me había currado. Una batería de 25 preguntas, algunas incluso con opciones de respuesta en las que marcar una «x», con un apartado de identificación, otro referido al historial del perro, un tercero dedicado a su rutina diaria, etc, etc. Las tres hojas que lo componían, descansaban además sobre una carpetilla con un anclaje para las hojas. ¡Buah! Para empezar a rellenarlo saqué un rotulador. En realidad me daba dentera escribir con él pero pensé que me daba un toque de sofisticación.
Aquello no podía terminar mal.
Pronto descubrí que no tenía forma de ubicar la información desordenada y contradictoria del matrimonio en mi flamante cuestionario, por lo que utilicé más el reverso en blanco que las perfectas celdas que había tardado 1 hora en cuadrar.
Rosco, así se llamaba, no tardó además en detectar el olor de las salchichas, por lo que empezó a empujar con el hocico la mochila bajo mis piernas. Sus dueños, muy atentos y preocupados por mi confort, le regañaron. Aprovechando la ocasión para mostrar destreza y decisión, les rogué que no se preocuparan y me dispuse a apartarlo con seguridad, silencio y firmeza. Pero Rosco volvía una y otra vez, por lo que terminé poniendo la mochila sobre la mesa, explicando la conveniencia de no entablar un conflicto.
Rosco permaneció sentado a mi lado, mirándome con expresión alegre y tranquilo, lo que desató elogios hacia mi persona puesto que era de natural nervioso. Poco me duró la alegría del halago, porque enseguida noté las patas del perro enrroscadas a mi muslo mientras se restregaba compulsivamente contra mi rodilla. Sus dueños se sorprendieron de nuevo, pero esta vez sin gesto de admiración y asustados al comprobar un nuevo comportamiento en el repertorio de su mascota. Mis intentos por apartarlo (con seguridad, silencio y firmeza) fueron nuevamente vanos. Y Rosco siguió haciendo honor a su fama de emprendedor, al tiempo que yo fingía naturalidad y continuaba la conversación con la pareja, que miraba atónita la escena y mi flemática actitud.
Pero aún no había recibido el tiro de gracia que yo mismo me descerrajaría. Queriendo evaluar la herramienta usada, pregunté sobre el tipo de collar empleado. Me respondieron que uno normal. Me incliné hacia Rosco y acaricié su peludo cuello en busca del collar, y al encontrarlo asentí con gesto de escrutinio:
-Ya veo, ya veo…
-¡Ejem! -dijo el marido- Ese es el antipulgas….
No volvieron a llamarme.