No sé porque alguna gente acude y paga a un profesional para no hacerle caso. Lo entendería si el caso se produjera en una única consulta y por descontento o insatisfacción no se volviera al profesional en cuestión. Pero lo curioso es que la gente vuelve, para repetir día tras día las mismas conversaciones, poner las mismas objeciones, hacer gala y causa de la misma ignorancia, y tirar su dinero y tiempo.
Pese a lo que podáis pensar la contraprestación económica en un escaso consuelo en estas situaciones, al menos con mi actual tarifa.
Hace años vivía una situación parecida, porque trabajaba casi siempre para el sector público. En ese patio ya sabes que nadie llegará a leer el informe por el que te han pagado, pero todo está bien, porque en realidad el contratante desea ejecutar el presupuesto y como mucho hacer una presentación pública del proyecto. Así que en sentido estricto obtienen lo que quieren.
Pero todavía no sé muy bien lo que quieren algunos propietarios caninos cuando acuden a un profesional prestos a distinguir entre los consejos que encajan en sus sistema de prejuicios y tópicos, pero reacios a los conceptos que resultan extraños y/o ajenos al mismo.
Todos partimos de una determinada forma de entender la relación con nuestro perro. Algunos la basan en su experiencia, otros en sus estudios, otros en las ilusiones que proyectan y en lo que les gustaría que fuese su perro para ellos, y otros en la abundantísima información y desinformación que circula por diferentes medios.
Pero si decides voluntariamente confiar tu problema a un técnico, al que has llegado libremente y tras ejercer toda tu capacidad crítica a la hora de seleccionarlo, parece poco razonable no tener en cuanta sus indicaciones. O tenerlas sólo en función de tus prejuicios o de tu conveniencia.
Y es que la propia conveniencia es por desgracia en muchas ocasiones un criterio de decisión más importante aún que los prejuicios o la ignorancia. Un caso común del propietario que tiene su propia idea de lo que constituye una vida apropiada para su mascota, y no está dispuesto a entender que las necesidades del perro y las suyas no siempre tienen porque coincidir, o a entender que pese a su posible coincidencia, la forma de atenderlas no es necesariamente la misma. La batalla por la defensa del transportín y demás áreas de confinamiento merece un artículo aparte, pero es sin duda uno de los principales frentes. O el del dueño que no entiende o no quiere entender que los comportamientos de sus perros dependen de los refuerzos, y no de su voluntad. Tú mismo, pero hacer repetir día tras día lo mismo es muy cansado.
Desde luego hay factores que no ayudan. En primer lugar las redes sociales, verdaderos caldos de cultivo de la ignorancia y la demagogia, en los que cualquiera puede compartir su estupidez y verborrea, y en la que el anonimato garantiza una injusta equidad en la situación de partida del debate. La educación canina además es un campo especialmente fructífero para el aterrizaje de paracaidistas y telepredicadores. Una tipología muy común es la del cazurro que cree haber descubierto la panacea de la condición canina en los mañidos conceptos de jerarquía, liderazgo, lobo alfa y demás sandeces. El cazurro siempre tiene un diagnóstico para un problema y se lanza valeroso al ruedo del foro o red, con su palabrería llena de autobombo, dolorosas manifestaciones de su ignorancia tanto en el fondo como en las formas, repletas de navajazos ortográficos. El diagnóstico del cazurro es siempre el mismo: hay una falta de jerarquía. Y con eso los aventureros vuelan raudos, en horario laboral, impartiendo disciplina a diestro y siniestro, temerarios en las batallas que ganarán por exceso de tiempo y defecto de sentido común. El cazurro tiene además una enorme iniciativa, y no espera a que surja una duda sobre un tema, sino que aprovecha cualquier ocasión para predicar, porque se sabe elegido para guiar a los que para su fortuna, son todavía más tontos que él.