El rey de los escitas estaba atribulado. Su primo lejano el rey de los sármatas le había regalado varios ejemplares de perros cazadores, como señal de paz y celebración de la unión que se había forjado a raíz de su lucha conjunta contra las tropas macedónicas. Había recibido el regalo con agrado y sorpresa, pero ahora se preguntaba si su primo no le había tomado el pelo y se estaría riendo de él, en las estepas del este, viendo crecer y engordar a los magníficos potros que a su vez él había obtenido como presente por la alianza.
– ¡Caballos por perros! – Se lamentaba el rey. Y es que los perros eran animales extraños y díscolos, imprevisibles y fieros con el ganado. Cada día saltaban el cercado que rodeaba la choza real, y corrían hacia el ganado, despachando por igual a potros, cabras y gallinas, sin hacer distinción entre la yeguada real y la de otros hombres. A las veces causaban grandes estragos, a las otras sólo alboroto. Pero los condenados siempre volvían jadeantes y con lo más parecido a una sonrisa que jamás el rey había visto en la cara de un animal.
Esto era un gran motivo de preocupación para el rey, puesto que entre los escitas, él no era más que un “primero entre iguales”, y su autoridad, al contrario de la de los pérfidos soberanos persas y en los últimos tiempos la de de los locos tiranos helenos, dependía de su valor y buen juicio tanto en tiempos de guerra como de paz, y sobre todo, de que no dañara el bien más preciado para un escita: sus caballos.
Deshacerse de los perros podría considerarse una ofensa para los sármatas, así que el rey hizo correr la noticia de que recompensaría a quien conociendo el alma del perro, pudiera facilitarle la solución para la adecuada convivencia con su pueblo.
Se presentó primero un robusto germano, que se jactaba de imponer su voluntad a todo cuánto perro había conocido. Le afeó al rey su falta de liderazgo para con los perros, que siendo rebeldes por naturaleza, mostraban su deseo de alcanzar el poder real mediante el daño de sus posesiones. Se dispuso a mostrarle como debía de convertirse en uno de ellos para así ser respetado. Se puso el germano a cuatro patas, y orinó por todo el recinto. Después se acercó a un cachorro con gesto afable y expectante y lo tumbó boca arriba al tiempo que imitaba un gruñido y le enseñaba los dientes pegando su cara a la lanuda garganta. Empezó después a caminar despacio mirando fijamente a todos los perros, y lanzando ocasionalmente y sin criterio reconocible una mano en forma de garra al cuello de algunos. El rey, el resto de los escitas y los propios perros contemplaron atónitos la escena. El monarca se planteó si no debería ejecutar al germano, puesto que entre los suyos golpear a un animal era considerado un acto innoble, pero como su actuación había causado regocijo entre los niños que lo consideraron un payaso, se conformó con expulsarlo de la aldea.
Vino después un celta greñudo, de los que se dicen druidas y que según creen los suyos, comulgan con la naturaleza. Le explicó al rey que su alma, la de los perros y la de los astros no estaban debidamente alineadas con la madre tierra, razón por la que los cánidos estaban frustrados y atacaban al ganado. Le recomendó muérdago diluido en proporción de una parte de planta por un millón de partes de agua, e ingerida al tiempo que frotaba su frente con un trozo de estaño y escuchaba el sonido de un arroyo. Estaba claro que no había por que ejecutar a un viejo loco, pero tampoco había razón para tenerlo más tiempo entre los escitas, por lo que le invitó amablemente a abandonar la aldea en cuerpo y alma.
Apareció entonces un tracio que habló como sigue:-”Mi señor rey, vuestros perros no tienen el alma enferma, ni albergan oscuros deseos, ni quiere arrebataros el trono, ni están malditos por los astros”
-¿Pero cual es entonces el problema, tracio?- exclamó el rey.
-”Que vuestro cercado es demasiado bajo”.