Se llamaba Sult, nombre común para los perros en el rural gallego y que tiene su origen en la despectiva alusión al mariscal que comandaba las tropas napoleónicas en la Batalla de Elviña. Su único pecado fue ser un cruce Husky y Malamute que fue a parar a las bondadosas pero inexpertas manos de una mujer anciana, que ya había tenido y seguía teniendo en su atareada vida suficientes luchas que librar.
No todos los propietarios valemos para cualquier perro, y Manola se vió pronto superada por el fuerte carácter de su cachorro, que aprendió por su cuenta a defender sus recursos con estrategias de defensa activa, sin por ello dejar de ser un perro cariñoso con sus dueños.
Cuando me llamaron ya había mordido a su dueña en dos ocasiones, defendiendo su comida ante malinterpretados pero torpes acercamientos.
Tenía 6 meses, era cariñoso y juguetón, pero no se le había enseñado a inhibir la mordida ni se le había hecho entender que no había necesidad de proteger comida o juguetes.
Sult demostró ser un alumno aplicado, y Manola demostró ser una mujer buena pero vencida por años de duro trabajo que aún seguía ejerciendo en su huerta y cuidando de un marido inválido.
Tras unas cuantas sesiones comprobamos que aquella era una paraje abocada al fracaso, principalmente por la incapacidad meramente física de atender las necesidades mínimas de activiad del cachorro. Y Manola me pidió entre lágrimas que le ayudara a buscar un buen hogar para Sult, en el que manos más competentes, jóvenes y con más tiempo, se ocuparan del él.
Acudí a una página web para dar en adopción perros de origen nórdico cuyos dueños no podían o no sabían proporcionar el tipo de vida y educación que sus genes demandaban. La respuesta vino de una familia del otro extremo de la península, y aunque en principio habíamos deshechado cualquier forma de entrega que no fuera la presencial, lo urgente de la situación me hizo optar por la única posibilidad que los adoptantes admitían: el envío del perro por mensajería.
Informamos a los interesados de todo el historial de Sult, sin omitir ningún detalle cuya ausencia pudiera implicar una decisión poco fundamentada o imprudente. Las escucharon con atención y le quitaron hierro al asunto, autoproclamándose ex-criadores, expertos guías caninos y buenos conocedores de las particularidades de los nórdicos.
Atendiendo a las demandas de la anciana, que no sabía cómo proceder ni cómo gestionar el proceso, me hice cargo personalmente del envío, y me dirigí a la empresa de mensajería genérica que realizaba servicios de transpote de mascotas. Cuando llegamos a la sede local de MRW me explicaron que debía aportar una jaula, de la que el perro no saldría en las 24 horas que duraría el trayecto, incluyendo una parada en el centro logístico de Madrid.
Fuí plenamente consciente de lo que para Sult podría suponer esa experiencia. Y aún así, accedí, cansado de gestionar e implicarme en un problema que no era el mío, y autoengañándome pensando que era lo mejor para todos.
Sult llegó totalmente estresado, y se negó a abandonar su habítaculo ante los forcejeos de un chófer con prisas y de unos nuevos propietarios que resultaron ser tan incompetentes como mezquinos. A la fuerza lo sacaron, y ante la fuerza se defendió, aunque en esta ocasión tan sólo con una amenaza y una actitud huidiza, pero que inauguró una relación marcada por la desconfianza mutua.
Los autoproclamados expertos, ávidos consumidores de lugares comunes sobre el rango y la jerarquía, no tardaron ni media hora en poner a prueba la tendencia a la protección de la comida de Sult, a pesar de de la advertencia explícita sobre este particular, y las indicaciones concretas de cómo continuar la estrategia que exitosamente habíamos empezado.
Pronto realizaron un conveniente y estúpido diagnóstico de la agresividad de Sult en base a pasadas e inventadas experiencias de maltrato que lo convertían en un ejemplar irrecuperable.
Ante el exceso de su verborrea y la falta de su disposición a buscar ayuda profesional, localicé y contacté en la zona con un colega de profesión cuya trayectoria y referencias me despertaron confianza. Me llamó al rato, diciendo que su conversación con los adoptantes había versado sobre todo sobre el precio del servicio, que a entender de estos era excesivo.
Tras sacrificarlo, tuvieron los santos cojones de llamarme para, tras anunciarme la noticia, preguntarme cuando tendría camada de esos perros tan bonitos que yo criaba, y si los enviaría a domicilio.
Aunque mi respuesta fue negativa, me faltó aplomo para decirles algo más, supongo que porque pese a todo, sabía que fui yo quien envió a Sult a la muerte.