Skip to content

SintechoJuan Carlos Malodin recordaba épocas mejores, pero como el que rememora una película. Un argumento familiar al tiempo que extraño, ajeno, en el que se mezclan imágenes, tramas y personajes, pero en el que no hay ningún atisbo de las propias emociones.

La vida en una casa, familia, amigos, trabajo, partidos televisados del Independiente de Avellaneda, eran escenas de ensueño. En las que él había actuado, sin duda. Pero no eran su pasado porque hasta el pasado había perdido. Sólo tenía presente. Un presente mugriento, famélico y solitario que intentaba apurar como podía bajo los puentes, en las marquesinas y en los soportales del Barrio de Palermo, en Buenos Aires.

Cuando descubrió la gangrena en su pierna, no se inmutó. Y dedujo que la vida y la muerte, que apenas ya distinguía, habían decidido por él. Así que se recostó, se tapó con los cartones y esperó a que un sueño definitivo lo liberara de sí mismo y de la realidad. El tiempo y la gangrena avanzaban muy despacio. -”¡Cuánto cuesta morir, carajo!“- se lamentaba, -”pero cómo apetece”- se consolaba.

Y entonces apareció Boneco, un perro delgado y de mirada despierta. Se observaron desde la distancia. -“Llegas pronto para la carroña viejo, pero por mí puedes ir empezando”, le dijo Juan Carlos sin ninguna acritud, en un tono casi amable. Tras esas palabras el perro se acercó hasta él y comenzó a lamerle la herida infectada. Juan Carlos le dejó hacer pues ya nada importaba. Tras un profundo sueño, despertó. Y al lado de su cara, vio el rostro de Boneco, todavía dormido, y sintió su aliento en la cara. Una agradable sensación de tiempos extinguidos.

Extrañó el dolor y se miró la pierna. La herida parecía más seca. Pasó otro día. Ya no sentía fiebre y la pantorrilla recuperaba un color más humano. Boneco seguía recostado a su lado.

-”¡Pobre chucho!”- pensó mientras lo observaba dormir. Y la lástima que sintió por él y que ya no sentía por sí mismo fue la que lo animó a incorporarse y a buscar comida para el perro. Pero también para sí, puesto que por primera vez en mucho tiempo sintió sobre sus espaldas el peso de la responsabilidad de cuidar de alguien.

Y le gustó.

Pronto descubrió Juan Carlos que Boneco era hábil y listo a la hora de aprender trucos y cabriolas, y decidió probar suerte en las aceras de Buenos Aires, dónde pronto comprobó que su nueva faceta artística en compañía de su amigo gustaba a los transeúntes. A los meses ya los contrataban para fiestas infantiles, cumpleaños y teatros de barrio. Juan Carlos ahorro lo suficiente para comprarse un auto, y poder así llevar su espectáculo a otras ciudades.

Y así volvió a Avellanada, la ciudad de su equipo del alma, El Independiente. Juan Carlos y Boneco se acercaron a ver los entrenamientos, y a los jugadores pronto les llamó la atención las habilidades del perro y su buena disposición para con todo el mundo. Día tras lo veían en la grada y al finalizar los entrenamientos siempre tenían palabras amables para él e incluso le pedían a Juan Carlos les demostraba sus habilidades. Poco a poco fue convirtiéndose en la mascota del equipo, y junto con su dueño acompañaba al Independiente de Avellaneda en todos sus encuentros.

Juan Carlos le enseño a Boneco a portar la bandera del equipo, y a caminar alegremente con ella rodeando el campo de juego tras los entrenamientos, provocando alegría y chanza entre los jugadores al entrar en el vestuario.

El 24 marzo de 1974, en el encuentro contra el Racing Club, salió a la cancha por primera vez de forma oficial junto al gran Ricardo Pavoni, portando en la boca la bandera del club. Fue la primera de muchísimas ocasiones en las que Boneco acompañó a los jugadores en su presentación antes de los partidos. -”Si Boneco no se achica cuando sale a la cancha, ¿cómo vamos a achicarnos nosotros?”- cuentan que exhortaba Pavoni al resto del equipo antes de los partidos en campo ajeno. Y todos salían detrás de Boneco, al campo, sabiéndose distintos, pues ningún otro equipo contaba con la entrega de un hincha tan fiel.

Tras años de carrera ininterrumpida como abanderado del Independiente, e incluso de la selección argentina en alguna ocasión, Boneco vio enfermar a Juan Carlos. Poco tiempo después su dueño falleció. A su entierro acudieron numerosos amigos, aficionados y jugadores. Y Boneco, que no se separó de la tumba al finalizar el oficio. Ni los días posteriores. Rechazó la comida y el agua que sus numerosos admiradores le ofrecían. Unos días más tarde también él se marchó para siempre a reunirse con su dueño, y poder así seguir portando sus colores.

40. Boneco imagen real

Este relato está basado en la historia real del perro Boneco y de su único dueño conocido, Juan Carlos Malodin, alias “Lolo”.